El 11 de septiembre de 1973, fuerzas militares perpetraron un golpe de Estado que interrumpió violentamente el sistema democrático chileno. A partir de entonces, todas las personas consideradas de izquierda fueron sindicadas como “marxistas” y, conforme a los postulados del nuevo régimen, pasaron a convertirse en “enemigos de la nación”. Bajo esa premisa, miles de chilenos y chilenas fueron perseguidos, detenidos, torturados, asesinados, desaparecidos o exiliados. Poco se conoce, sin embargo, acerca de otra forma que cobró la represión estatal durante la dictadura: la usurpación sistemática de bienes a sus opositores políticos.
Para apoderarse del patrimonio de sus detractores –ya fuera que se tratara de inmuebles, empresas o vehículos–, las autoridades del régimen organizaron una compleja trama burocrática. El mecanismo se sustentaba jurídicamente en el Decreto Ley N.° 77, promulgado por la Junta de Gobierno el 8 de octubre de 1973, a menos de un mes del golpe: tras declarar ilícitos y disueltos todos los partidos, agrupaciones o movimientos «que sustenten la doctrina marxista», el instrumento ordenaba pasar sus bienes al dominio del Estado y destinarlos a los fines que la Junta de Gobierno estimara convenientes. El mencionado decreto cubrió de un manto de legalidad el procedimiento de confiscación, en el cual intervinieron diversos ministerios, departamentos y oficinas estatales, así como miles de funcionarios civiles.
La dictadura chilena fue altamente burocrática y dejó cientos de documentos (decretos, oficios, memorandos, informes, actas, providencias, etc.) que dan cuenta de esos procesos de incautación. Aunque muchos de ellos fueron rotulados como “reservados” o “secretos”, la reciente desclasificación de expedientes y su preservación, resguardo y digitalización por parte del Archivo Nacional de la Administración han permitido comenzar a reconstruir y esclarecer el circuito administrativo de despojo implementado por la dictadura chilena contra sus opositores.